Llevaba una hora esperando el autobús, su coche hacía cuatro días que se averió
dejándola en medio de la autovía tirada como una colilla. Una colilla.., por
una decrépita colilla se arrodillaría y se arrastraría como un gusano en un día
tan vulnerable. Había perdido la cuenta
de cuantos días, cuántas semanas, de cuántos meses llevaba sin dar una sola
calada de nicotina. Se había jactado de haber superado las semanas más
difíciles, de haber rebasado los primeros meses de abstinencia y haber, de
hecho, transitado ya varias etapas de esa carrera de fondo, de ese viaje al
tártaro de sí misma. Cuanto parecía en
este momento necesitar un cigarrillo, un dopaje rápido, sutil, que parcheara
todo ese vacío, tonto e inútil, pero vacío vertiginoso.
Subió la mirada, por fin llegó el autobús que le sacaría de
ese puto pueblo donde se había mudado, bajo la inmutable y extraña mirada de
aquellos enormes picos graníticos a los cuales ella también clavaba la mirada,
al tiempo que se preguntaba qué tipo de experiencias viviría en aquel lugar.
Todo estaba por descubrirse, un nuevo lugar, naturaleza, proyectos, era de
hecho, el lugar que ella había elegido para instalar su nueva etapa vital, sin
embargo, los días frágiles crecían como sombras, y si cerraba los ojos, podía
sentir sobrevolar a buitres hambrientos que acechaban y amenazaban con
devorarle el corazón. Tenía miedo.
Nadie comprendería su miedo, porque a nadie se lo confesaba.
Su miedo tenía origen en sus propias entrañas, y no había demasiados recursos
mentales para hacerle frente. Sólo quedaba respirarlo abdominalmente e irlo
pasando, como esas cosas inexorables que a cada uno le tocan.
Y se sentó a esperar, en el filo de la resistencia, en algún
rincón poco visible donde no fuese juzgada. Se mantendría hundida entre
nenúfares y musgos, quizás expuesta a la mordedura de las serpientes, pero
decidió quedarse allí, en silencio, y con el corazón silente, como la madre que
aguarda, el regreso de sus amados hijos.